Sherezade
solo disponía de una noche
para salvar la vida
de todas las mujeres de Samarkanda.
Aquella noche
era su última noche
bajo las estrellas,
abrumada por los enfermizos celos
de su esposo.
Mientras se desprendía, lentamente,
del espléndido traje de novia
que sería su mortaja al amanecer,
dejó caer en los oídos
del sultán receloso,
no el crujir de la seda de su vestido
ni el tintineo de las pulseras,
sino atrayentes palabras
que le llenaron de fascinación
y desconcierto.
Y el sultán,
sorprendido por el relato inesperado,
disfrutó
de la inquietud de la curiosidad
consiguiendo que su espíritu intrigado
anhelara el final interminable
de aquel cuento.
Y dejó pasar el alba
sin degollar a su esposa trovadora
capaz de sumergirle
en sugestivas historias.
Y comprendió, aurora tras aurora,
noche tras noche,
-hasta mil y una-
que la felicidad no está hecha
de futuros inaccesibles
sino de la suma repetida
de inmediateces cotidianas
envueltas en palabras de esperanza.
(Mi homenaje a Fatema Mernissi)
10-12-2010