He llegado hasta el borde del río de la vida
y he mojado los pies, cansados del camino,
en el agua, que lame mis tobillos
sin alterar su flujo cotidiano,
que la conduce, lentamente,
en su marcha, inexorable, hacia la mar cercana.
Sentada en la ribera,
he contemplado la anchura de mi río,
que se desliza tan cargado de lodos y de limos;
y de cantos rodados,
que antes fueron riscos de torrente,
cuando bajaba, impetuoso, la ladera.
Ya ha perdido la pasión de tragar afluentes,
llegados de lugares remotos
dispuestos a usurpar su lecho;
a los que succionaba con remolinos voraces
haciéndolos suyos para siempre.
¿Cuántas veces mi río
ha cambiado su rumbo al chocar con la montaña?
¿Cuántas veces la ha penetrado?
¿Cuántas ha derivado en meandros,
invadiendo terrenos,
a la vez que dejaba guijarros desgastados
en la otra orilla ?
¿Cuántos desagües habrá́ recibido
por la margen derecha?
¿Y cuántos por la izquierda,
que han excavado el cauce
por el que fluye la vida
y aumentado el caudal
que riega mi alma?