LILALUNA

I

En la granja de Julián estaban preocupados. Cuando Antolín fue al monte a recoger el ganado, la Perla se había quedado rezagada. No hubo manera de conseguir que siguiera al resto de sus compañeras por el camino bordeado de zarzamoras que llevaba hasta el establo.

Antolín, el mozo, se lo comentó a Julián:

-Creo que la Perla va a parir. Se ha querido quedar en el monte.

-Debemos encerrar a las demás vacas y subir cuesta arriba otra vez. ¡Qué fastidio ! Pensó Julián.

Él se había pasado toda la tarde limpiando las cuadras y los establos, sacando el estiércol y amontonándolo en medio del corral. Después este estiércol se convertiría en buen abono orgánico para la huerta. También había echado paja seca en el suelo para que los animales tuvieran cama mullida.

En aquel momento le apetecía sobremanera sentarse frente al televisor y ver el partido Extremadura – Barcelona.

Avisó a Flor. Flor era su mujer: una aldeana rubia, con las cejas de oro y los mofletes coloreados por el sol y el viento.

-Lleva una manta, le dijo Flor. Si tenéis que pasar la noche al raso, os podéis enfriar.

-Ya la he cogido. Y la linterna.

-No vais a necesitar linterna porque hay luna llena.

Julián salió de la casa con la manta, la linterna y un transistor para escuchar el partido.

Antolín llevaba la mochila con unos bocadillos y la bota de vino.

Se había hecho de noche cerrada.

El hombre y el muchacho recorrieron de nuevo el camino hacia el monte. Era cuesta arriba y debían ir a prisa.

La Perla, la vaca más blanca de la granja, iba a parir.

II

Cuando llegaron a la cima del monte ya habían empatado el Extremadura y el Barcelona.

La Luna iluminaba la gran pradera rodeada de abedules.

No se veía a nadie.

Julián y Antolín se separaron y buscaron con atención la inmensa mole de la Perla que, sin duda, aparecería acurrucada.

Todo estaba en silencio. Solo los grillos cantaban a sus pies.

De repente, Julián dio un grito:

-¡Cuidado, Antolín!

Un fantasma brillante, con dos enormes cuernos, se dirigía como una flecha hacia el muchacho.

Antolín corrió unos metros hacia la izquierda.

La Perla se paró en seco echando espuma por la boca en el mismo lugar donde hacía unos segundos había estado el chaval.

El tesoro que defendía con todas sus fuerzas dormía a sus pies: era una ternerita, pequeña y violácea que acababa de nacer.

La Perla la lamió con cariño y se tumbó en la hierba para calentarla con su cuerpo.

Julián se acercó con cautela. Él conocía la fiereza de los animales defendiendo a sus crías.

-Perla, bonita. Soy yo, Julián.

Le ponía la mano suavemente sobre el lomo.

Poco a poco, la mano se fue acercando a la cabeza.

-Tranquila, Perla. Ya sé que estás bien.

Antolín se atrevió a colocarse frente a ella. Le pareció ver mucho amor de madre en aquellos ojazos, otras veces inexpresivos.

-No te quitaremos el choto. Duerme con él.

-Cuando lleguemos mañana con el resto de la vacada, ya estará andando, dijo Julián.

Bajaron al pueblo. Con tantas emociones se habían olvidado del transistor. ¿ Qué importaba si perdía el Barcelona?

La Perla mugía de gozo bajo la luz de la Luna.

III

-Tenemos una chotita nueva, le dijo Guiomar a la señorita al llegar al colegio. Es de la Perla.

-¿Ya la has visto?

-No. Porque nació en el monte anoche. Pero mi padre me ha dicho que esta tarde la traerán al establo con las demás vacas.

-¿Nos dejarás ir a conocerla?, le preguntaron Verónica y Cris, sus mejores amigas.

-Claro. Pero sería mucho más divertido si, cuando salgamos de clase, nos fuéramos camino del monte a recoger el ganado con Antolín.

Al terminar la clase, las tres amigas subían por el estrecho sendero que iba hacia el monte, merendándose sendos bocadillos de pan reciente.

-¿Cuándo veremos a la ternera?, dijo Cris.

-Vendrá al final, porque andará despacio, aseguró Verónica.

Pero los animales acabaron de desfilar. Hasta había pasado la Perla, que iba la última, con las ubres cargadas de calostro con el que alimentar a su enorme bebé.

Detrás, Julepe, el perro.

Las tres amigas se miraron preocupadas. ¿Dónde estará Antolín con la cría? ¿Le habrá pasado algo?.

Y se echaron a correr cuesta arriba.

Al volver el recodo del Chopo Caído se encontraron un espectáculo insólito: junto a Antolín había una ternerita pequeña y sonriente.

No era negra, como la Morlasca ni blanca, como la Perla ni marrón, como la Liza. No tenía grandes lunares rojizos como la Carena ni manchas en las orejas como la Guay. Se mantenía erguida sobre unas delgadas patitas y las miraba fijamente, mientras una abeja revoloteaba sobre su lomo, que era brillante como un traje de gala.

– Parece morada.

-Yo creo que es de color violeta.

– ¡Qué bonita!, dijeron, mientras la acariciaban Verónica y Cris.

– Como si fuera de plástico, añadió Guiomar.

Pero no era de plástico. Era de verdad, de verdad. Se estremecía con sus voces, y resultaba tan frágil, que temieron que se rompiera como una figura de porcelana

-¿Podemos tocarla?

-Claro!, dijo Antolín.

-¿Es la hija de la Perla?

-Pregúntale a ella, que no la ha soltado en todo el día.

-¿Ya le has puesto nombre?

-Lo he estado pensando. Habrá que llamarla algo así como Violetera.

-O Violante

-O Flor de Lila.

-O Liliosa.

-O Moradita

-Lilita, tal vez.

-¿Qué os parece Lilaluna?, preguntó Antolín, que llevaba un buen rato dándole vueltas a ese nombre. Después de todo, nació bajo la Luna llena y es hermosa, como las lilas.

-Precioso. Asintieron todas.

…Y Lilaluna se llamó la ternerita, cubierta por una piel brillante y resplandeciente como un papel de regalo.

IV

Paulina, Modesta, Inés, todas las vecinas se acercaron a casa de Flor a contemplar aquel prodigio de la Naturaleza. El pueblo, famoso por su ganadería, no había experimentado jamás semejante acontecimiento.

Allí se criaban robustas vacas, que daban rica leche. Su queso se vendía ya en la Comunidad Europea. Pero nadie, ni los más viejos, ni siquiera la señora Martina, que tenía 99 años, había visto jamás una ternera de color lila.

-Esto es una señal, decía Modesta, que siempre veía prodigios en cualquier novedad.

-Yo creo que es por la Central Nuclear. Antes no ocurrían estas cosas, añadía Inés.

-A mí me parece que debiéramos avisar a la Televisión. Sería una buena propaganda para el pueblo.

Todo el mundo opinaba. El establo de Julián se había convertido en el salón de sesiones del lugar. Hasta el alcalde se quedó perplejo al ver a la Perla amamantar aquel rebujoncito violeta y brillante..

Mientras la gente desfilaba ante ellas, Lilaluna se acurrucaba junto a su madre.

Guiomar convenció a la señorita para que también fuera a su casa al salir del colegio. La acompañaron los demás niños de la clase.

-No os acerquéis demasiado, que la Perla os puede atacar, advertía Guiomar muy seria .

Pero ella, como era la dueña, se acercaba y con cuidado atusaba el lomo violeta. Los otros niños también tenían terneras y también las acariciaban… Pero ninguna era tan bonita y tan resplandeciente.

En el fondo de su corazón, todos envidiaban a Guiomar.

-¡Qué suertuda!

-¿Le saldrán también los cuernos del mismo color? Se preguntaba Begoña, que era el cerebrito del colegio.

Lilaluna se paseó por el establo. Ya se había cansado de mamar y quiso estirar las patas. Dejó el pesebre, donde su madre comía y se acercó hacia los chiquillos que aplaudieron entusiasmados.

Además de tener un color mágico, Lilaluna se movía con gracia y sus patas recordaban a una bailarina que cruzara el escenario al compás de la música.

V

Julián cruzó el cerrojo de la puerta trasera.

-Qué alivio!, pensó resoplando, mientras acercaba la banqueta para ordeñar a la Morlasca.

Pero ni la Morlasca ni la Carena ni siquiera la Liza estaban dando la leche prevista. Al día siguiente, cuando llegara el camión de la Cooperativa, no tendría ni una cántara que entregar.

-Es natural, dijo Flor. No han tenido tranquilidad. El establo no ha estado solo en toda la tarde.

-Las vacas son muy sensibles, añadió el marido.

-Yo creo que tienen envidia de la Perla, afirmó Guiomar muy convencida. Ellas solo son capaces de tener chotos vulgares.

-Vulgares, peros llenos de vida. ¿Os habéis fijado en que Lilaluna tiene problemas al andar?

– No es que no sepa andar, mamá,… es que baila!

– ¡Ay, Señor! … ¡Tiene el mal de las vacas locas!

– ¡Anda ya!

– No podremos venderla para carne ni beber su leche.

– Habrá que matarla.

– Matarla, no…¡Por favor!

Y a Guiomar se le saltaron dos gruesas lágrimas.

-¿Para qué nos puede servir?

-A mí me gusta, papá. ¿Por qué no me la regalas?

-¿Qué puede hacer una niña con una ternerita color violeta?

-Muchas cosas. La primera es quererla. También puedo sacarla al monte y ponerle guirnaldas de flores.., y un cencerro de color verde fosforito, que me tocó en la tómbola… Regálamela… pa.., repetía zalamera. Te prometo que sacaré buenas notas, y os ayudaré a arreglar el establo, y ordeñaré sin refunfuñar y y…

Guiomar no hacía más que promesas y promesas. De nada hubieran valido si el veterinario, a reconocer al día siguiente a Lilaluna, no hubiera asegurado muy serio:

– Julián, tienes un ejemplar único en el mundo. Con un poco de marketing te puedes hacer rico.

VI

Al alcalde le faltó tiempo para avisar a la televisión local.

La televisión local estaba formada por Genoveva y su videocámara.

Genoveva, que enviaba una y otra vez reportajes a la cadena autonómica, era toda una autoridad en la comarca. No hace mucho le premiaron un corto sobre el concurso de caracoles, que, además lo dieron por “la Dos”, que es el canal cultural.

En cuanto Genoveva se enteró del acontecimiento, cargó las pilas, cogió una cinta de larga duración y se dirigió a casa de Flor.

-Chica, hay que colocarse el chándal nuevo, le dijo al ama de casa. Y tú, Guiomar, también te cambias.

– A mí déjame en paz, que yo no soy una vedette, dijo Flor.

– Ni falta que hace. Cualquier mujer de este pueblo tiene más salero que las misses.. Así que…Hale!… Y no me vengas con el traje de ir a iglesia. Quiero ropa informal, deportiva.

Mientras toda la familia se ponía a tono con la circunstancia, Genoveva filmaba la casa con sus rincones: la chimenea, las camas de forja, el arcón tallado y las flores de plástico compradas en la tienda de “Todo a Sesenta céntimos”

-Falta Antolín.

Antolín llegaba en aquel momento, con sus vaqueros ajustados y un pendiente en la oreja. Todos abrieron los ojos de asombro.

-¡Como Bustamante! Dijo estirando el cuello muy serio. Y se unió a la procesión que se dirigía al establo.

¡¡Ah!!

A Genoveva le pareció normal que la Perla y Lilaluna estuvieran solas en un rincón mientras el resto de las vacas rumiaban en el otro extremo del local.

Mientras ella filmaba a la ternerilla de frente y de perfil y les pedía a Julián y Antolín que se colocasen en actitud de echar la paja en el pesebre, Guiomar le tiró a su madre de la manga.

– Mamá: ¿Te das cuenta qué mirada de envidia tienen las otras vacas?.

– Anda, anda, que las vacas no saben lo que es la envidia.

– Que sí, mamá. Mira la Carena cómo se hace la despistada.

La cámara , entonces, se dirigió al rincón donde se apretujaban las demás vacas, enfocándolas a todas que, lentamente rumiaban con los ojos bajos, sin querer volverse. Apenas se podían enfocar las cabezas y las cornamentas.

En cambio salió un primer plano del culo de la Morlasca espantándose las moscas con el rabo insistentemente.

Se notaba que estaba enfadada.

En su cabeza bovina debía estar pensando: A la Perla, encima de hacerle un reportaje, no le pican las moscas.

VII

El reportaje de Genoveva lo emitieron en todas las cadenas de televisión. El pueblo se llenó de turistas que hacían cola delante del establo de Julián.

Hubo extranjeros que, en cuanto oían chirriar el cerrojo de la puerta trasera, preparaban su máquina para hacer fotos de Lilaluna.

Antolín procuraba aparecer junto a la ternerita para quedar grabado en la imagen. Era muy presumido y pensaba que, tal vez, se fijara en él un director de cine.

A quienes agobiaron a entrevistas fue a la familia poseedora de aquella maravilla de la Naturaleza.

Les preguntaban cómo era su vida, cómo su trabajo, cómo se divertían y comían; en qué tienda compraban y qué detergente usaban para lavar.

A Julián le propusieron hacer un spot publicitario para promocionar la ganadería de la región.

A Flor, que tenía la piel blanca, la contrataron para anunciar crema nutritiva e hidratante. Debía salir en la tele, junto a Lilaluna diciendo: “A pesar de las horas que paso en el monte con mi ganado, mi piel se conserva limpia y sedosa gracias a la crema “Grito de Seda”

(Aunque en el pueblo todos sabían que solo se cuidaba la piel con la crema artesana a base de caléndulas y cera virgen, fabricada en casa ,y que solamente subía al monte el día de la romería.)

Hasta quisieron utilizar a Guiomar anunciando unas zapatillas deportivas.

Al principio a todos les parecía divertido salir en la tele y en las revistas. Pero, a medida que pasó el tiempo y Lilaluna dejó de ser novedad, los medios de comunicación buscaron otros temas más atractivos.

Todo volvía a la normalidad.

Guiomar dejó de aparecer en aquel horrible anuncio de zapatillas de nombre extranjero y con sus playeras de siempre continuó jugando a la goma con Verónica y Cris.

Flor repartió los tarros de la crema, que le habían regalado, y volvió con la que fabricaban en el pueblo, que olía a flores y miel.

Julián, al que habían nombrado representante de los ganaderos de la comarca, terminó su sueño publicitario con un álbum de fotos enorme para el recuerdo. Pero no se hizo rico, como le había pronosticado el veterinario.

A Antolín no le descubrió ningún director de cine.

El pueblo volvió a su rutina feliz.

Lilaluna crecía.

VIII

Las vacas subían y bajaban lenta y cotidianamente entre el pueblo y la montaña. Primero iban la Morlasca, la Liza y la Carena, acompañadas por Julepe, el perro. Un poco más rezagada caminaba la Perla, a la que seguía Lilaluna.

Detrás, Antolín.

Las cosas comenzaron a cambiar.

Cuando el pastor daba la voz de marcha y abría la puerta del corral, Lilaluna echaba a correr siempre la primera, con un trotecillo alegre y juguetón.

Se hubiera escapado, de no haber sido por Julepe, que estaba vigilante y le controlaba la carrera.. Gracias a su eficacia todas las vacas podrían mantenerse en grupo hasta llegar a la explanada verde que remataba el monte.

La vida de las vacas no suele ser muy divertida. Todo el rato se lo pasan comiendo hierba. Cuando se cansan, buscan la sombra de un árbol, y reposan y rumian, mientras sus ubres se van llenando de blanca leche, que algún humano ordeñará en el pueblo

Lilaluna, en cuanto se hizo mayorcita y dejó de mamar, se dio cuenta de que ella no estaba hecha para semejante monotonía.

A ella le gustaba explorar el monte.

En cuanto se despistaba Antolín, se escapaba por entre las matas siguiendo la pista de algún topo excavador. Se acercaba a las flores y, en vez de comérselas como hacían su madre y sus tías, las olía y las acariciaba con el morro.

Como era ágil y podía controlar sus movimientos, procuraba no pisar los erizos distraídos ni los sapos saltarines.

La otras vacas, tan gordas ellas, ni se fijaban en los caracoles o las ranas de San Antón cuando ponían sus pesadas patas en el suelo.

Sobre todo le gustaba echarse la siesta cerca de las zarzamoras porque allí acudían muchas mariposas de colores.

Lilaluna cerraba sus ojazos y dejaba que ellas se posaran en los párpados para abrirlos de repente y darles un susto. ¡Plas!

¡Qué divertido!

Las mariposas disfrutaban con la broma y revoloteaban sobre su cabeza. Algunas descasaban en su lomo brillante y dejaban que Lilaluna las paseara por el campo como si fueran de excursión.

A veces ella, muy pillina, levantaba el rabo y todas se echaban a volar a la vez formando una nube multicolor.

Pero lo que más le gustaba a la ternerita lila era que acabaran las clases del colegio.

Entonces subían Guiomar y sus amigas a jugar con ella. Las iba a buscar cerca del sendero. Y ellas le correspondían con un abrazo, y, a veces, le ofrecían un mordisco de su merienda que Lilaluna siempre rechazaba.

-Qué pronto nos has visto, perillana!

-Deja que te ponga unas flores en esos cuernecitos que ya asoman.

Y Lilaluna se dejaba manosear por los deditos dulces de las niñas que atusaban su acharolada piel como si fueran hadas masajistas.

Ellas le buscaban los tallos más tiernos para que comiera y jugaban con el cencerro verde fosforito que le había colocado Guiomar en el cuello el día que su padre se la regaló.

A Lilaluna le gustaba que las niñas tocaran su cencerro porque ella aún no había aprendido a llevar el compás.

IX

A la Perla no le gustaban esas extravagancias de su hija.

Ella siempre había sido una vaca seria y cumplidora, que pastaba en el campo, rumiaba en el establo y se dejaba ordeñar pacíficamente.

Pero eso de corretear como un potrillo y dejarse invadir por las mariposas no le parecía correcto.

-Lilaluna, le decía a su hija en idioma vacuno, ya te estás convirtiendo en una novilla.

-Sí, mamá. Contestaba ella, mirando a la Perla con los ojazos color de miel.

-Una novilla como Dios manda, no va triscando por entre los matorrales.

-No mamá.

-Tus tías te critican y dicen que eres una deshonra para la familia.

-¿Por qué, mamá?

-No eres como las demás.

-¿Y qué culpa tengo yo de ser como soy? Yo no pedí nacer así.

-Ya lo sé. No me lo recuerdes. Bastante hemos sufrido con tantas exhibiciones.

-Yo me siento normal.

-¿Es normal ser de color violeta, caminar como un potrillo y tener mugido clarinete?

-A mí sí me lo parece.

-Pues a mí, no. Añadió la Perla enfadada. Y te voy a educar para darte lo que la Naturaleza no te ha dado.

-¿Qué vas a hacer conmigo?

-Verás. Sígueme.

Y la Perla comenzó a caminar por unos senderos llenos de juncos hasta la orilla del arroyo.

Lilaluna la seguía sin rechistar.

Al llegar a un vado encontraron un terreno pantanoso lleno de lodo ceniciento.

– ¡Métete ahí dentro!, ordenó muy seria la madre.

-¿Para qué?… ¿Y, si me hundo?

– No te vas a hundir. Solamente te vas a revolver en el barro. Cuando salgas habremos cubierto ese color malva que te hace diferente.

.. Y Lilaluna doblando sus patas, como si cumpliera una condena, se dejó caer en el sucio pantano, mientras de sus ojos salían gruesos lagrimones.

-La cabeza también . Recordó la madre.

Cuando volvieron al prado con el resto de la vacada, Antolín se sonrió al ver a la Perla seguida de su hija convertida en un fantasma gris.

-Otra aventura de Lilaluna, pensó sin darle demasiada importancia.

Las dos vacas desfilaban, ufana la madre, humillada la hija, delante de la Morlasca, la Liza y la Carena que entre rumio y rumio pensaban: No es más que apariencia. Por dentro, sigue siendo de color lila.

X

El científico Mushajeta del Instituto de Investigación Animal de Nara, Japón, tuvo una feliz idea.

El Mundo, pensaba, sería mucho más divertido si todas las vacas fueran de colores alegres. Las blancas y las negras, las manchadas, lo mismo que las marrones estaban ya muy vistas.

Decidió, por lo tanto, raptar a nuestra hermosa Lilaluna, con intención de clonarla y producir en serie miles de vaquitas violeta para que pastaran en los campos japoneses bajo la sombra de los cerezos en flor.

El investigador Sabihondo Mushajeta estaba un poco chiflado. Hay que reconocerlo.

Le comunicó sus pretensiones al director del Instituto y éste no le hizo mucho caso.

– Lo único que debe interesar de las vacas es que proporcionen buena leche y demás productos, dijo muy serio el jefe.

– Este director no es poeta, no ama la belleza, pensó el sabio.

Y se sintió incomprendido.

Decidió actuar por su cuenta.

Así que no lo pensó dos veces: hizo la maleta, plegó el paraguas, cargó el móvil, se colgó del cuello la máquina de fotos y se vino al pueblo de nuestra historia.

En el avión soñaba con su rebaño de vacas multicolores, que sorprenderían a la Humanidad.

A lo mejor hasta le daban el Premio Nobel de la Ciencia.

Al llegar a España alquiló una furgoneta roja para transportar animales y apareció en la Plaza Mayor del pueblo.

XI

Mari, “la Chillona” , que estaba charlando con las vecinas, le vio entrar en su bar y acudió a atenderle.

A Mari le habían puesto ese mote porque tenía una voz tan aguda, que penetraba en los oídos como si fuera un alfiler. Ella decía que había estudiado canto en una academia de Barcelona.

Las vecinas, muy curiosas, se quedaron sorprendidas al ver entrar a aquel hombre bajito y gafoso, con la cámara de fotos al cuello y una mochila de excursionista..

_¿Quién será?

-¡Qué estirado y qué serio, madre!, pensó Modesta.

–¿No será el profesor de canto que te dio clases en Barcelona?, dijo en alta voz, Paulina, mirando a Mari, mientras le daba un codazo a Modesta

El pueblo sabía que Mari no había estado nunca en Cataluña pero todos le dejaban que contara su sueño y le hacían creer que se lo creían, menos la chungona de Paulina.

Mari se mordió los labios mientras fulminaba a su vecina de una mirada y entró en el bar.

Cuando pasó detrás de la barra y observó a aquel canijo japonés hablando un español tan correcto, se quedó impresionada.

– Sabihondo Mushajeta, me ha dicho que se llama ¿No? Seguramente será usted una persona muy importante. ¡Digo!… para hablar tan bien nuestro idioma.

El señor Mushajeta no tenía ganas de dar explicaciones y callaba.

– ¿Quiere un vasito de vino de la tierra o prefiere una Coca-Cola? Tengo pinchos de tortilla…

– Ninguna de las dos cosas. Lo que busco es alojamiento para unos días. Quiero hacer turismo rural. ¿Sabe usted dónde hay una fonda o una pensión? Si tiene garaje, para mi vehículo, mucho mejor.

Aquí, en mi casa tengo todo lo que necesita. Puede quedarse hoy mismo. Y ha tenido suerte de que es temporada baja, porque en vacaciones lo tengo lleno. Todavía no ha comenzado el Verano.

Me gusta más la Primavera. Dijo lacónicamente Sabihondo Mushajeta. ¿Puede indicarme dónde está mi habitación?

Mari, “la Chillona”, llevó al huésped a su cuarto tras cogerle la maleta y el paraguas y pensando por lo bajito: “es el tipo más raro que ha venido por aquí en muchos años”.

Y, en cuanto tuvo bien alojado al japonés , salió a la plaza, de nuevo, para contarle el chisme a las vecinas

– Dice que le gusta la Primavera.

-No me extraña, sostuvo Modesta: tenemos una Primavera deliciosa.

– Sobre todo por la zona del monte bajo, añadió Paulina.

– La Primavera no está sólo en el monte: está en el aire, en el cielo y en nosotros mismos, dijo Inés que filosofaba mucho.

– Pues, lo que es yo, ni me había fijado. Ya ves. Dijo Paulina

¡Anda ya!… Si hasta has ido a la peluquería con la Primavera.

XII

A la mañana siguiente, Mari oyó muy pronto levantarse al japonés.

Rápidamente, se echó encima el chal y acudió a prepararle el desayuno

–Aquí, en este pueblo, no desayunamos con esas americanadas que se venden en el Supermercado. Puede elegir entre chocolate o café con leche y tostadas con aceite de oliva o mantequilla, o magdalenas hechas en el horno de la panadería. Le aclaraba Mari , mientras le colocaba el mantel y calentaba la leche.

– Yo como de todo, contestó cortésmente Mushajeta. Pero me gusta que me sorprendan con las comidas típicas de los lugares que visito. Dijo mirando amablemente a su mesonera.

– ¡Qué atento!, pensó. Debe ser un gran señor.

Y le llenó la mesa de ricos dulces caseros.

Mientras Sabihondo Mushajeta desayunaba opíparamente, Mari le observaba desde la cocina y vio que había bajado de su habitación una red para cazar insectos.

– ¿Va usted a cazar mariposa? preguntó curiosona.

– Cazarlas, no. En mi país está prohibido. Solamente quiero estudiarlas un poco y soltarlas después.

-Eso ya me gusta más. Le aconsejo que vaya por la zona pantanosa, ésa que se ve desde la ventana: es donde más mariposas se encuentran en esta época.

Y ayudó al científico a preparar sus aperos de excursionista.

– ¿Vendrá a comer?

– Desde luego. Adiós.

Pero Sabihondo Mushajeta no tenía la menor intención de estudiar insectos. Había llevado la red para despistar: todo su afán era espiar a Lilaluna para poder llevársela a su país.

Así que se situó en un lugar estratégico cerca del río, para observar toda la vida de la aldea.

Desde allí vio llegar el autobús de línea que enlazaba el pueblo con la capital, la furgoneta de la pescadera, la moto del cartero y el coche de la profesora, que vivía a las afueras. Al final llegó el camión cisterna de la Cooperativa, que recogía las cántaras de leche recién ordeñada.

Casi se había despistado con tantos vehículos y, por poco se le escapa la hilera de vacas que subía la cuesta hasta el prado.

Menos mal que, como siempre, el «farolillo rojo» era nuestra amiguita Lilaluna que, gracias al color de su piel, no daba posibilidades a equivocarse.

Sabihondo Mushajeta sintió que su corazón saltaba de alegría.

XIII

¡Al fin había podido contemplar aquel animal exótico del que hablaban los periódicos!

Era mucho más hermoso que en los reportajes.

Y comenzó a imaginarse una pradera de color verde intenso, salpicada de enormes manchas violetas.

Su orgullo de científico le obligaba a ayudar a la Ciencia clonando la ternerita y multiplicando por cientos su belleza.

Seguramente, cuando lo consiguiera, le harían un monumento en Nara, su ciudad natal. Pensó.

Se puso tan nervioso que dio un manotazo de alegría y se arrancó las gafas.

Como no veía, tardó muchísimo rato en encontrarlas.

El señor Mushajeta no quería que le relacionaran con las vacas del lugar, así que se hizo notar en el aspecto cultural.

Era muy astuto.

Le preguntó al cura acerca de la Iglesia y sus obras de arte, y les pidió a los viejos que le enseñaran a jugar al mus.

– ¡Ah! – le dijo el señor Esteban, socarrón- ¿En Japón no echan la partida, después de comer?

– Pues no saben lo que se pierden. Añadieron, riendo, los demás

– Allí tenemos otros juegos. Contestó muy serio Mushajeta.

Abandonó el bar un poco mosqueado.

Salió a la calle para observar a los niños cuando volvían del colegio.

Gracias a su espionaje se entró de que Guiomar y sus amigas solían ir a buscar a Lilaluna los días que no había entrenamiento.

Eso ocurría los miércoles y los viernes .

Debía robar la ternerita cualquier otro día .

Poco a poco iba preparando el golpe.

Optó por el sábado, que por ser fin de semana, sería más difícil encontrarle y le daría tiempo para escapar a su país.

Observando todos los movimientos de la familia, concluyó que sería muy fácil entrar por el corral ya que Antolín cerraba siempre de un portazo, sin echar la llave.

Para no tener problemas llenó de silicona la cerradura a fin facilitarse la labor. Y esperó.

XIV

Lilaluna no podía más.

Su madre se empeñaba en hacer de ella una verdadera vaca lechera, tranquila y solemne.

Para ello debía cambiar su color estridente por otro más convencional.

Menos mal que Guiomar y sus amigas llegaban cada tarde y le quitaban el barro con agradables chorros de agua de la manguera .

– ¡Ahora sí que estás guapa!

– ¡Y reluciente…!

La ternerita les daba las gracias moviendo su cencerro fosforito.

La Perla se ponía furiosa. y, eso que es difícil que una vaca se altere….

¡Ella solo quería el bien de su hija!

-¿Por qué te manchas tanto, Lilaluna? Le preguntaban las niñas, que no entendían aquel rebozarse continuamente en el pantano.

Y la vaquita se dejaba regar y agradecía que sus amigas le devolvieran a su ser luminoso y juguetón.

La Perla, que no la perdía de vista, la volvía a llevar, a la mañana siguiente a embarrarse en el lodo.

Luego, se apartaban en una orilla del prado, detrás de los abedules y le daba clases de movimiento:

-Cuando pongas una pata sobre el suelo, decía la Perla, debes apoyar todo tu peso sobre ella. Mira.

Y la Perla repetía el ejercicio delante de su alumna varias veces, para que lo aprendiera bien.

-Sí, mamá.

Sin correr. La cabeza, siempre adelante. Así.

Y la madre, convertida en profesora de rehabilitación, daba unos pasos moviendo sus trescientos kilos lentamente.

-Mañana comenzaremos las clases de mugido. Dijo al terminar la sesión.

XV

Cuando Antolín llevó el ganado hacia el pueblo, sintió que a Lilaluna le pasaba algo. No era solo que estaba gris y que tenía el andar más lento de lo habitual. A medida que caminaban, le pareció ver en los ojos de la vaquita una mirada de rebeldía que no estaba acostumbrado a ver en otros animales.

– Es que está sucia, ¡caramba!

Y, al llegar al corral, cogió una manguera de regar y le dio una ducha salvadora.

Lilaluna le miró con ojos de agradecimiento y emitió ese mugidito musical, que tanto molestaba a su madre.

– De nada. Dijo el chaval, dándole un azotito y cerrándola en el establo.

– Creo que me ha sonreído. Aunque deben ser tonterías mías, pensó.

Cuando Lilaluna se acercó al pesebre, las cuatro cabezas astadas se volvieron hacia ella.

Las tía, miraron burlonamente a la Perla y dijeron:

– La deshonra no se puede ocultar por mucho barro que le pongas encima.

-Tu hija no será nunca normal.

-Ahí la tienes: en vez de tapar su vergüenza, parece que presume de ser diferente.

Y se acurrucaron en el extremo del recinto donde estaba la paja más mullida dejándoles a ellas la zona peor.

– Mañana, dijo la madre muy seria, volveremos a empezar.

-A ver si con manchar y manchar la piel conseguimos destruir ese abominable color malva.

Lilaluna no dijo nada. Dejó que su madre siguiera haciendo proyectos para cuando fuera “normal”.

Pero en su cabecita bovina, se estaba fraguando un plan.

XVI

El científico nipón esperó la vuelta de la vacada sentado en el recodo del Chopo Caído.

Observó atentamente para asegurarse de la presencia de Lilaluna.

¡No estaba en el rebaño!

– Seguramente se me ha adelantado otro sabio americano, pensó. O se han llevado al animalito a un sitio más seguro.

– ¿Sospecharán de mí?

-¿Se habrán percatado los dueños de Lilaluna de mis intenciones perversas?

– ¿Qué hago ahora?, decía limpiándose las gafas de miope.

…Y, mientras frotaba los cristales con el pañuelo, pasó ante él, danzando como solía, la jatita envuelta en chocolate.

Naturalmente, no la reconoció.

¿Qué van a decir mis compañeros del Instituto de Investigación Animal de Nara.

Y, además de chiflado, se volvió malo de repente.

Tomó entonces una decisión trágica: Ya que no podía llevarse a Lilaluna, secuestraría a Guiomar, su dueña.

No la soltaría hasta obtener la ternera.

Y pediría un gran rescate para hacerse rico.

Porque, hasta entonces, a Sabihondo Mushajeta no le había preocupado el dinero.

Solo le interesaba la Ciencia.

XVII

Lilaluna se quedó escuchando el portazo que debía dar Antolín al cerrar de golpe la puerta del establo.

Efectivamente no había echado la llave, así que estaba de suerte.

En cuanto oyó los mugidos de dormir, (que son algo así como los ronquidos de los humanos) de su familia, se levantó del lecho de paja sin hacer ruido.

Con los cuernecillos incipientes dio un empujoncito a la puerta y… se sintió libre como un pájaro.

Julepe, el perro, muy astuto salió tras ella.

Lilaluna sabía que debía escapar muy aprisa porque Guiomar no se iría a la cama sin despedirse de ella.

Así que, no tuvo más remedio que cruzar el río por la zona pantanosa, que era la más próxima. Se puso perdida de barro.

Julepe, más listo y más ágil conocía un vado por el que podía cruzar sin mancharse.

– ¡Qué fastidio!, pensó. ¡Con lo brillante que me había dejado Antolín!

Pero no podía detenerse. Corrió a toda velocidad y se internó en el bosque.

Sus amigas las mariposas se sintieron honradas al recibirla en su territorio y decidieron acompañarla en su recorrido. La mariposas la reconocían por el olor. No les importaba el color que tuviera.

Ella creía que podía estar segura en aquel el lugar porque había hecho muchas escapadas hasta allí con sus amigas las niñas .

Se hacía de noche y comenzó a sentir miedo.

Sabía que aun era lo suficientemente joven para que un lobo pudiera atacarla.

Con esos cuernos de birria que tenía no podría hacerle frente.

¡Se la comería!

El bosque era empinado y ella trotó hacia una loma. Allí había un claro que le permitiría otear el horizonte.

Cuando llegó arriba, cansada de tanto escalar, se quedó quieta para reponerse. A su alrededor revoloteaban multitud de mariposas.

Detrás, la custodiaba el perro fiel.

XVIII

Guiomar no había ido aquella tarde al prado porque tenía entrenamiento en el campo de fútbol del colegio.

El frustrado ladrón esperó pacientemente apoyado en una farola y, cuando la niña se despidió de sus amigas, apareció por la esquina…

Le tapó la cabeza con una bufanda barata para que no se ahogara.

Guiomar quería gritar, pero el malvado Sabihondo Mushajeta le metía la bufanda por la boca y la apartaba hacia las afueras del pueblo.

Medio arrastrándola y a empujones, el malvado Mushajeta consiguió llevar a nuestra niña hasta el arbusto donde ocultaba el vehículo.

Una vez bien atada, la sentó en el asiento de atrás, con la boca tapada para que no se oyeran sus gritos..

Puso su furgoneta en marcha y la condujo por un camino forestal empinado y tortuoso.

Al llegar a un claro del bosque, abrió el coche, desató sus manos y le quitó a la niña la bufanda.

– Ahora chilla lo que quieras. Pero antes dime dónde está la ternerita Lilaluna, dijo el sabio loco.

-¿Dónde va a estar?, respondió Guiomar. A estas horas, durmiendo en el establo.

-¡Mientes!. Yo he controlado la entrada de los animales y no la he visto llegar.

– No tengo por qué mentirte. Lilaluna me pertenece y sé donde duerme.

– Ahora me pertenecerá a mí. Si no me la das…morirás en el bosque.

-¡No te la daré!

Y Sabihondo Mushajeta sacó de su mochila un papel y un bolígrafo que entregó a Guiomar.

– Escribe un mensaje para tus padres.

Guiomar escribió muerta de miedo.

XIX

Ya era de noche.

Salió la Luna.

Sus rayos iluminaron a la ternerita, que apareció contorneada en el cielo como una escultura.

Unos metros más abajo, un sabio chalado japonés obligaba a Guiomar a escribir a sus padres el precio del rescate.

Le costaba escribir porque apenas había luz.

Cuando la niña terminó el mensaje, miró hacia arriba…y vio a su mascota, manchada de barro gris De su cuello colgaba el cencerro fosforito.

No había duda. Era ella. Sonrió.

Sabihondo Mushajeta buscó con los ojos el camino de la mirada de Guiomar y su cara adquirió la imagen del pánico.

En la cima del monte aparecía la silueta oscura de una enorme vaca recortada por la luz de la noche.

No reconoció a Lilaluna

¡Debe de ser una vaca-fantasma! , pensó.

¡O una diosa-vaca que me quiere castigar por mi atrevimiento!

Le pareció que la estatua crecía y crecía acercándose a él.

Que le miraba con sus enormes e inexpresivos ojos.

Y que se ponía en movimiento, queriéndole embestir con sus afilados cuernos.

El sabio Mushajeta, muerto de miedo, echó a correr, como alma que lleva el diablo, hasta refugiarse en su furgoneta.

Julepe le seguía ladrando desaforadamente.

Retrocedió por el camino forestal dando tumbos como un zombi.

Llegó a la plaza y entró en la fonda.

Pidió la cuenta a Mari, «la Chillona», y se largó camino del aeropuerto.

En el Instituto de Investigación Animal de Nara no se lo iban a creer.

Julepe corrió unos cuantos kilómetros detrás del vehículo, pero terminó por rendirse y volvió al pueblo con el rabo entre las piernas.

Legó a la Plaza jadeando.

XX

Cuando se sintió libre, Guiomar se acercó a Lilaluna con los brazos abiertos y le hizo un collar con ellos, mientras le daba un beso.

– Gracias, amiga mía. Ese viejo loco la había tomado conmigo. Casi me ahoga.

Las mariposas también revoloteaban alrededor de la niña.

– ¿Qué hacías aquí?

-¿Por qué no estás en casa?

Ésta y muchas más preguntas le dirigía Guiomar a su vaquita, sabiendo que ella no le iba a responder jamás.

Mientras hablaba, ambas iban dando vueltas alrededor del monte sin rumbo fijo.

¡Estaban perdidas!

¡Madre! ¡Qué miedo!

Seguían avanzando monte arriba. Primero iba Lilaluna, mucho más valiente.

A su lado, medio escondida tras ella, Guiomar, su dueña.

El plenilunio convertía el paisaje en un lugar mágico; los árboles y sus sombras parecían seres fantásticos danzando un ritual ceremonioso.

Se sentían observadas por los millones de ojos de los animales nocturnos.

Las dos estaban rendidas de cansancio.

Se acostaron junto a un matorral, acurrucaditas para darse calor, acariciadas por la Luna.

Y se durmieron .

XXI

– ¿Sabes dónde está la niña?, le dijo Flor a su marido, mientras preparaba la cena. Hace rato que debió terminar el entrenamiento.

– Puede que hoy se hayan quedado más tiempo; porque ya tienen encima la competición y están empeñadas en ganar.

– O, tal vez, se haya metido en el establo antes de entrar en casa.

– Anda, vete por ella y dile que pase por el lavabo antes de cenar. No quiero manos sucias en la mesa.

Julián terminó de poner los platos y los cubiertos sin prisas y salió de la cocina.

Le dio muy mala espina ver abierta la puerta del corral, moviéndose con el viento.

También estaba abierta la puerta del establo

Entró preocupado, encendió la luz y miró rápidamente en todas las direcciones.

¡No solamente no estaba allí Guiomar: tampoco estaba la ternera! ¡Ni el perro!

-¡¡¡Flooor!!!

El grito lo oyeron hasta los vecinos. Todos acudieron a ver qué pasaba.

– ¡La niña! ¡No está la niña!… ¡También ha desaparecido Lilaluna!

-¡Huy!, dijo la señora Martina, pues debe habérselas llevado el japonés ese que se queda en la fonda de la Mari, porque se acaba de largar a toda marcha.

– Habrá que avisar a la Guardia Civil.

Entonces apareció Julepe jadeando y con el rabo entre las piernas.

XXII

Próximo ya el verano el bosquecillo donde dormían nuestras amigas se llenaba de vida al anochecer.

Los búhos, los mochuelos, las ranas, los grillos y multitud de animales que dormitaban durante el día daban su acostumbrado concierto nocturno.

A Lilaluna no le importaba. Ella había conseguido la libertad y se sentía feliz.

Ya no la insultarían sus tías y su madre dejaría de darle clases de vaca formal.

Guiomar no podía dormir.

¿La estarían buscando sus padres?

Se echó a llorar.

Mientras se limpiaba las lágrimas, escuchaba con atención los múltiples sonidos del bosque, tan extraños para ella.

De repente oyó unos pasos sigilosos que se acercaban lentamente.

– ¿Será que el señor Mushajeta no se ha ido, como creí?.

-¿Habrá vuelto por mí?

Y se acurrucó tanto junto a la ternera, que ésta se despertó a su vez.

Ambas se miraron.

El personaje que andaba por el bosque …tenía cuatro patas.

Con los ojos, la niña y la bestia se comunicaron su miedo.

El animal que caminaba lentamente

XXIII

La noticia se extendió como reguero de pólvora.

Se encendieron las luces del pueblo.

El alcalde tomó el mando de la operación y avisó inmediatamente a la Guardia Civil de Tráfico para que interceptaran la furgoneta del japonés.

Todo el mundo estaba en la calle.

-Ya os lo decía yo: ese tipo no era de fiar.

-Pues parecía tan buena persona.

-¡Quién me lo iba a decir a mí!, exclamaba Mari, «la Chillona», con lo fino y educado que parecía.

–Para que veas. Tú eres una confiada: en cuanto encuentras a alguien con cara de infeliz, te crees que es un santo.

– Y mira.

Flor y Julián lloraban pensando en los males que aquel chalado le podría hacer a su hijita.

– ¡Todo por culpa de esa ternera!… Si la hubiéramos matado cuando nació…

La radio dio la noticia: había sido hallada la furgoneta roja conducida por un japonés llamado Sabihondo Mushajeta.

Estaba aparcada a los pies de un montículo sobre el que se erguía la silueta negra del Toro de Osborne, al que el sabio loco estaba haciendo ofrendas y oraciones en japonés.

Viajaba solo.

XXIV

Las mariposas, que tienen un olfato muy sutil habían detectado al lobo hacía un buen rato.

El animal paseaba tan ricamente, metiendo el hocico entre las hierbas y las matas.

Su nariz le decía que le esperaba una cena sabrosa y abundante.

Las mariposas no podían consentir que el lobo se zampara a sus amigas de dos bocados.

¡¡¡Había que hacer algo!!!

Utilizaron sus radares invisibles para hacer un S.O.S a todas las colegas de muchos kilómetros a la redonda.

Y llegó un ejército de policromadas plumas vivientes que se posaron sobre la niña y la ternerilla con la suavidad de una nube.

Cuando el lobo se acercó a ellas, a Guiomar se le encogió el corazón y se abrazó más a Lilaluna.

Ni respiraban.

Cerraron los ojos y agudizaron el oído.

El animal hozaba buscando su comida.

Se dirigió hacia aquel montón informe que tenía un olor muy apetitoso.

Cuando se percató de que no era más que un enjambre de mariposas, se dio media vuelta.

-Debo tener catarro, pensó. Las mariposas no tienen carne. No saben a nada…

Y se adentró en el bosque.

XXV

-Yo no sé de lo que me están hablando, decía Sabihondo Mushajeta en el cuartelillo.

-Usted se ha marchado huyendo. Algo habrá hecho.

-Yo no he hecho nada malo. Yo soy un científico.

-¿Un científico?. Usted no tiene cara de científico.

-Sí que lo es. He averiguado por Internet que forma parte del equipo del Instituto de Investigación Animal de Nara, Japón, dijo Genoveva, la reportera, que estaba en todo.

-Y también he averiguado que se ha venido sin permiso con la intención de clonar a Lilaluna.

¡Oh!

Todos se miraron sorprendidos.

-¿Qué has hecho con mi hija?, le dijo Julián, agarrándole de la solapa. ¿Dónde está?

– Supongo que en el bosque. Allí la dejé.

Y el infeliz de Mushajeta, contó con pelos y señales su aventura .

– ¡Yo no quería hacer daño a la niña ni a la ternera!, decía llorando.

Y los ojillos se le ponían todavía más chiquitines.

Julepe ladraba fuera de la oficina proclamando su presencia.

– ¡Julepe sabe dónde está Guiomar!, dijo Flor convencida.

– ¡Sigámosle!

Estaba amaneciendo.

Todo el pueblo subió al monte tras el rabo bailarín del perro, que indicaba la pista como un radar.

En un claro, junto a un rosal silvestre, Julepe se paró

Allí no había más que un enjambre enorme de mariposas de colores.

– Vamos, Julepe, sigamos buscando.

Pero el perro no se movía.

De repente, entre las mariposas aparecieron los cuernecillos de Lilaluna y los brazos de Guiomar, que se desperezaban después de un sueño mágico.

-¡Hija!

-¡Mamá! ¡Papá!

-¡¡¡Muuu!!!

XXVI

Y todos bajaron felices del monte, menos Lilaluna que sentía frustrado su deseo de Libertad.

En la Plaza, con la Guardia Civil, esperaba Sabihondo Mushajeta, que también había perdido su ocasión de ser célebre.

– Pero ¿cómo no nos lo comunicó?, le decía el veterinario.

– También a mí, se me ha pasado por la cabeza clonar a Lilaluna. Podemos trabajar en equipo.

-¿Me aceptaría usted como colaborador… después de lo que quise hacer?, le preguntó tímidamente Sabihondo.

– Sí, hombre, sí. Una chaladura la tiene cualquiera. Y más usted, que tiene esa pinta de estar en las nubes.

– Haremos las cosa bien, dijo el Alcalde. Organizaremos un laboratorio para estudiar la peculiaridades de esta ternerita tan singular.

– Y le haremos un establo para ella sola, añadió Antolín tocándose el pendiente. Pero continuaré llevándola a pastar con el resto de la vacada, ¿eh?

Lilaluna no se podía creer que iba a dormir lejos de sus tías la Morlasca y la Carena.

¡Al fin iba a conseguir su independencia!

Ya se encargaría ella de fabricarse la libertad con su imaginación.

-¿Puedo seguir visitándola?, preguntó Guiomar.

– Naturalmente, hija, y aprenderás mucho para ser una buena bióloga, como me decías ayer, le respondió Flor.

Julepe movía el rabo de gozo.

Bilbao, Navidad 2002